Otro Madrid Barsa. Más pan y circo para el pueblo. ¡ Venid, disfrutad del partido, ciudadanos del mundo! Colmad vuestros cuerpos y vuestras almas del aúreo fluido de níveo, nuboso penacho, ejecutad las danzas en honor a Dioniso, salid de los tugurios que dais en llamar bares, cual cuadrúpedos que, jactanciosos de su propio placer, anhelan continuar ebrios hasta el amanecer. Y si no os gusta el espectáculo propuesto en torno a la copa del monarca, el circo ofrece otra gran variedad de eventos y certámenes, a cual más pintoresco. En la pista central, con todos ustedes, venida desde el vaticano, ¡la semana santa! Bien!!! Corean todos al unísono. Viva!! Benedicto, Benedicto! Campeoooones, campeooones!! ... - Eh! Vosotros, que ésto es una procesión, ¡y no el Madrid Barsa! ... - Ah! es verdad... ¡Hemos venidooo, a emborracharnos, y el resultado nos da igual...!. Los fieles, al contemplar tal cantidad de pecadores por doquier, no dudan en proferir suspiros, juntando las manos en oratoria pose y clamando al cielo: padre nuestro, etc. etc... Es entonces cuando comienza a tronar y diluviar, como siempre. Deben ser los demás dioses que, enfadados por no ser homenajeados como es debido, profieren tempestades y arrecian los vientos contra los devotos católicos. Por otro lado, los fanáticos de la deportiva religión, como arengados por el mismísimo Ares, danzan en catártico baile mirando al cielo y empapándose con deleite. Zeus, encolerizado por no haber sido objeto de sagrada hecatombe, cargado de divina ira, arremete con sus rayos allá desde el olímpico monte. El cronida cuenta con la colaboración de Thor, su homólogo normando, que deja caer con justa y divina furia todo el peso de su grave martillo sobre la, para él, impía masa. Sus colegas del panteón hinduista gozan de mejor control sobre sus divinas pasiones. Aunque tampoco tienen motivos de protesta, ya que ellos reciben honores en sumo grado por parte de sus seguidores. Las abstractas deidades percibidas por algunos budistas, ni se molestan en prestar atención al teológico debate. Son dadas a la contemplación y a la instrospección mística. Ellos ni exigen ni desean homenajes. Así deberían ser todos los dioses. Aún quedan muchas mas deidades por nombrar, de la multitud de pueblos que habitan la tierra. Algunos han dado en deificar la naturaleza y todos sus fenómenos. Para ellos la celebración se encuentra en la misma vida, en el sentir la tierra con las desnudas plantas de sus pies, en purificar sus cuerpos en el río, en purificar sus almas a la luz del sol y contar historias a la luz de la luna, reunidos entorno al fuego. Son hijos de la naturaleza y reconocen su condición de meros pasajeros de la inmensidad, y por eso disfrutan en sumo grado de la tierra y de sus bondades, conscientes del carácter transitorio y fluido de sus existencias. Su mayor deleite, cuidar y santificar a la pachamama(u otro de los diversos nombres que utilizan los heterogéneos pueblos) en todos sus eventos, contextos y manifestaciones. Santificar toma en este caso una connotación diametralmente opuesta y mucho más trascendental que en la concepción habitual. Santificar es sentir la tierra, es entrar en comunión con el todo. Si utilizo términos tan apegados a la cultura imperante desde hace varios miles de años, formada por la síntesis de otras tantas, es sencillamente por la educación que he recibido y el contexto social en el que me he desenvuelto, encontrando estas palabras como las más cercanas a lo que quiero expresar. Pero podría hacer un ejercicio de desapego, de desaprendizaje de todo ese entramado cultural que subyace aún en occidente, aunque creamos que habitamos en un estado-nación de carácter laico. Puedo buscar expresiones nuevas para intentar acotar los sentimientos experimentados al sentir a la madre tierra. Puedo decir simplemente que la siento cuando camino descalzo a través de los bosques, cuando cierro los ojos, escuchando con más atención las acuáticas corrientes, el cantar de las aves, las fricciones dentro de la arbórea hojarasca...Deposito mi oreja sobre el suelo, apoyándome sobre las palmas de las manos y las rodillas. Algo me llama desde dentro. Movido por una fuerza no relacionada con la gravedad, mis brazos son despojados de su fuerza y mis piernas se niegan a sostenerme. Caigo sobre el blando y fértil manto, beso la tierra y los pájaros entonan una dulce melodía, como movidos por mi gesto. Mi oído de nuevo se dirige, esta vez por voluntad propia, hacia el suelo. No oigo de la forma habitual, lo que oye es mi cuerpo. No veo, ni huelo, ni palpo en las formas normales. Es todo mi cuerpo el que hace todas estas cosas a la vez, mezclándose todo en una única sensación que nada tiene que ver con ninguna de las anteriores. Es como una explosión sensorial, que hace perder el sentido de individualidad corpórea y le permite sentir a uno la sensación más real que puede sentir, le hace sentir la tierra. Por unos inexplicables momentos uno deja de existir como tal, y existe como todo, percibe las profundidades de la tierra, su humedad le hidrata en una deliciosa sensación de frescor. Al punto empieza a sentir como sus pies y sus manos comienzan a hundirse en la tierra, comenzando por los dedos, penetrando las palmas, los brazos, las piernas. El pecho ya siente la humedad. El cuerpo entero ha trascendido a la superficie y se encuentra en suspensión en el interior de la tierra. Comienza entonces el proceso disolutivo, de desintegración molecular. Se funde uno poco a poco con sigo mismo, sobre su soporte material. El espíritu deja de existir, carece ya de sentido, es más ni siquiera tiene posibilidad de manifestarse. Todo es terrenal y está hecho de tierra. Uno se disuelve y pasa a ser todo. Sus moléculas se integran en el humus y fluyen movidas por la corriente universal. Algunas pasan a formar parte de las raíces de los árboles, otras se integran en diversos minerales, otras simplemente deambulan esperando caer en algún lugar. Pero así ha sido desde el comienzo y así será hasta el final. O si se quiere así ha sido y será siempre.
















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