Quien tenga oídos para oír, que
oiga

Trascendiendo a Eros ó Saliendo de las cavernas ó El nuevo Amor


El amor y el sexo, el sexo y el amor. Una dualidad universal, constante, eterna. Un binomio que se nos aparece como algo monolítico, como un único tótem al que llamamos amor pero que en realidad basamos en el sexo. Y cuando éste último se disuelve, el primero sigue su estela y desaparece, al igual que se desvanecen los áureos rayos en el ocaso, siguiendo el camino del disco solar.
Ahora es cuando me empiezo a dar cuenta de las cosas. El amor sólo es posible con los años. Madura, al igual que el buen vino, con el paso del tiempo. Conocer a una persona, comenzar una relación con ella: mero juego de la sexualidad. Digo mero, ya que a estas alturas, un cuarto de siglo después de haber sido deslumbrado por la primera luz que incidió sin consideración alguna en mi desacostumbradas pupilas, estoy descubriendo lo que realmente es el amor... Descubro lo que es amar. Y ciertamente, amar es el mayor orgasmo que uno pueda alcanzar, amar es el orgasmo del alma, una sensación que nada tiene que ver con lo corpóreo, algo etéreo pero que a la vez genera como unas corrientes dentro del alma. En suma, algo que sería absurdo intentar describir. El cuerpo es únicamente soporte a través del cual experimentar esa deliciosa sensación. El sexo es un buen vehículo para experimentar el amor, pero ni es el mejor, ni es el único. Es más, considero que en este caso no se puede hablar de categorías, de mejores o peores formas de sentir, de expresar el amor. Creo que cada cual, por su naturaleza, tiene más aptitudes en determinado campo para expresar su amor. Por experiencia propia, he de decir que el deseo sexual es capaz de eclipsar todo lo demás, incluido el amor, hasta el punto de llegar a confundirnos, haciéndonos pensar que amamos, cuando simplemente deseamos... Dos ideas tan antagónicas, pero a la vez tan cercanas, que ciertamente hay que tener mano de cirujano para saber encontrar la línea que delimita sus respectivos dominios, en este caso, el feudo latifundista del deseo sexual, en el cual uno es presa, títere de sus deseos. Se puede pensar que se tiene control sobre el evento sexual, pero es mera ilusión. La prueba es evidente y además nos resulta algo lógico, racional, ya que obtenemos un placer, tanto en el plano somático como en el plano intelectual, siendo en la cuestión del mero sexo una sensación intelectual de dominación, de victoria, de superioridad, de que uno es el macho elegido... Cada cual lo interpretará desde el cristal que ha ido puliendo la óptica de sus experiencias. Cuando una persona no ha descubierto aún el amor, puede y suele cometer el error de llamar amor a algo que es pura atracción sexual. ¿Cómo descubrir el amor? Sólo puedo hablar desde mi experiencia. En mi, el amor se ha presentado como un ente sumamente tímido, que se me ocultaba constantemente. Realmente, no ha podido salir de su escondite si no hasta hace relativamente poco, ya que la salida estaba taponada, bloqueada por la gran losa del deseo sexual. El amor se encontraba en la caverna, sin luz, sin poder escuchar lo que ocurría fuera. Y la verdad que el deseo sexual, aparentemente simple, no dudo en emplear toda clase de ardides para confundirme y guiar mis actos y pensamientos. Y sin duda fui cayendo en todas y cada una de sus trampas. Su estrategia principal era ponerse máscaras. Su disfraz favorito, el más eficaz, era el amor. Siempre que se disfrazaba de amor, Eros me trastornaba, induciendo a mi mente a unos estados de enajenación, en los cuales las ideas se entremezclaban y llegaban a híbridos digno del mejor bestiario. No solo mis ideas, sino mis acciones, también dignas de la mejor sala de torturas medieval. Como si de una suerte de masoquismo se tratara, yo me sometía, más guiado por el instinto que por la razón, a un amplio elenco de vejaciones; humillaciones de todo carácter: buscadas por mi, buscadas directamente por la otra persona en cuestión, o resultado de un juego dominación entrambos, en el cual por supuesto yo siempre perdía.
Cuan sabía la frase que reza de la siguiente forma: - En la vida hay trenes que no se pueden dejar pasar, a los cuales no hay que dudar a la hora de subirse. Y ciertamente esa ha sido mi vida: un azar, una incertidumbre de subirme como polizón en vagones dentro de los cuales no sabía lo que me iba a encontrar. Y mis estancias en los mismos han sido más bien breves. Siempre me lanzaba a vagones de apariencia suntuosa, voluptuosos... Generosos en su forma, en su porte y en sus ademanes. Pero una vez dentro, no era oro aquello que relucía. Más bien una suerte de amalgama de desechos. Y he decir, desde el corazón, que no guardo rencor a la atención recibida en ninguno de mis viajes. Por supuesto, haciendo honor a la verdad, he de decir que cuando, una vez dentro del vagón, me daba cuenta de que me habían dado asiento en la última clase, es más incluso yo solía sentarme en los asientos más cochambrosos aunque se me brindara la posibilidad de sentarme en primera. Pero así era yo, me gustaba sentir la dureza de las tablas contra mi cuerpo, más intensamente, ya que además cargaba mi equipaje sobre mis piernas. Incluso hubo ocasiones en las que, no contento con cargar mis pesadas maletas, me endosé gustoso con el equipaje de los demás, liberándoles así de su carga y dejándoles en perfecta predisposición a ocupar la primera clase y meter el pan en el horno del vagón de máquinas, donde se cocía toda la vacuidad del tren; un pan lleno de aire, que al igual que se hinchaba, al entrar en el horno, por el calor, se deshinchaba una vez se sacaba del mismo; tal era la ínfima calidad de su levadura. Si, todo ésto ocurría sin que yo me enterase de nada. Tal era mi candidez... ¡Cuáles no eran mis bondades para con mis coetáneos! Y es que claro, en su generosidad, mis contemporáneos no dudaban en sacar ventaja de mi situación de inocencia intelectual. Con todas las maletas cargadas sobre mis rodillas, en la última fila del vagón, me quedaba totalmente velado lo que se estaba cociendo en el cuarto de máquinas, en el otro extremo del vagón. Se puede decir que iba ensimismado, mirando las costuras de las bolsas y maletas que tenía a un palmo de mis narices. Mientras, otros, jocosos, se jactaban, en una opulencia que rozaba lo grotesco, llegando en ocasiones a la frontera de lo escatológico, o lo que yo he dado en llamar la aberración coprófaga de los sentidos(Por ejemplo, poner en contacto los labios, con las bocas abiertas, creando una especie de conducto a través del cual las lenguas de los participantes entran en un contacto frenético cuyo único objetivo es la opulencia. Se me antojan como dos amebas que, a través de sus pseudópodos, se alimentan con avidez, la una de la otra, con el único objetivo de cubrir sus carencias, tanto alimenticias como sexuales(Ciertamente evocar la imagen me da náuseas(el hecho de vomitar me resulta, desde el plano intelectual, menos desagradable que tal despliegue de babas, que serpentean entre unos valles salpicados por colinas sebosas, suerte de volcanes, algunos en erupción, que eyaculan una crema pastosa y oleosa. Cuan asquerosos me resultaban esos eventos, especialmente desde el deseo sexual subyacente y constante durante toda mi adolescencia. Era como lo que dije más arriba: una mezcla de sensaciones y pensamientos que resultaba en algo aberrante y perturbador, algo que no le dejaba a uno indiferente, desde luego)) Por lo tanto, retomando el tema de mis viajes en vagones de tercera, mi sitio de abonado era la última fila. Allí podía atisbar yo las profundidades insondables de las vagonetas que iba visitando. A medida que iba viendo toda aquella mezquindad, mi cara se iba cubriendo de hollín y de mugre; tal era la suciedad de aquel lugar. Llegado un punto, el ambiente se hacía irrespirable. Pero no me pregunten porque, aunque me sintiera incómodo en ese ambiente de interior de chimenea, yo seguía allí dentro, quemándome en las llamas de un fuego que cada vez ardía con más vigor. Y es que a la gente le encanta echar leña al fuego. Pero las situaciones llegaban a ser de enorme riesgo, habiéndose saldado en muchas ocasiones con quemaduras de extrema gravedad. Aún así, heme aquí, vivito y coleando. Y es que no estaría aquí si no fuera por esos magníficos hornos, paradigmas de la buena hostelería: recibían al día cientos bollos, rellenos con crema, dentro de su cavidad cavernosa, ese auténtico horno con solera, secado por las llamas, curado por el humo, gran horno de gran apertura, del cual era imposible sondear el fin. Ni el espeleólogo más osado hubiera dado con el final transitable del recorrido del arcilloso, seco horno, ya que había tramos que resultaban impracticables por el exceso de la crema pringosa de los bollos, que, a medida que se calentaban más, aumentaban de forma progresiva su volumen, que en ocasiones no alcanzaba el vigor necesario como para ser adecuadamente relleno de crema. Ésto se debía, entre otras cosas, a la mala calidad de los ingredientes, así como a las malas condiciones del horno, que en ocasiones se encontraba desconchado por dentro, con lo cual los bollos salían cubiertos con esas características placas de cal. En efecto, esos hornos, altruistas, maternales, pura bondad si se me permite, no dudaban en vomitarme de su interior cuando veían que estaba lo suficientemente quemado. Si no hubiera sido por esa buena fe, es evidente que ahora mismo estaría diseminado por todo el planeta, en forma de partículas de polvo. Que no quepa duda que ahora mismo no sería más que un montón de cenizas. Pero claro, el impacto, al ser regurcitado de mis nuevas matrices, era bastante fuerte. Pasaba, escupido, esputado, volando por los aires, a través de los ventanales del vagón, con lujosos marcos por fuera y directamente inexistentes por dentro, de un infierno, en el cual me sentía curiosamente agusto, un fuego que yo miraba como un agradable calor, pero que no por eso no despellejaba mi mis carnes, a una libertad aérea, a una sensación de ingravidez en la cual, sencillamente en la cual, por haber sido sacado de esa obsesión que era para mi el interior del horno, no me sentía agusto. Tal le ocurre a algunos presos cuando son liberados. Pues si, ahi estaba yo, en pleno aire, fuera ya del sucio vagón, y dirigiéndome, llevado por las corrientes del cielo, hacia destinos inciertos, indeterminados. Una cosa si es bien cierta: después de que uno se quema, hay un lapso de tiempo, más o menos reducido, en el cual no se siente nada. Pero de repente, del lugar donde uno entro en contacto con el fuego, surge de nuevo más fuego, como si uno mismo fuera la propia fuente de las llamas. Sin duda agradezco el haber sido vomitado de tan elásticos hornos, ya que repito, de no haber sido así ahora mismo estaría calcinado. Pues si, grande es la vida, grandes las experiencias. ¿Qué es la vida sino cimas y valles? Yo anduve mucho tiempo por las grutas subterráneas, sin saber muy bien por donde iba. Avanzaba a tientas por un laberinto totalmente obscuro, envuelto en una atmósfera de aromas, hormonas en suspensión, confusión mental, reiteraciones obsesivas, rituales compulsivos, con un fondo de miedo constante a la muerte. Todo estaba entrelazado, todo era causa y a la vez efecto de algún elemento del conjunto obsesivo que eran mis días, o mejor, mis noches. Era una marioneta de mis carencias, de mis vacíos, de mis burbujas emocionales, que en cuanto salieron de la protección del cálido y jabonoso hogar, reventaron al punto, una tras otra, dejándome desnudo, derruido como las torres gemelas, en un autoatentado que se venía fraguando desde dentro durante años. Mi vulnerabilidad era consecuencia directa de la sobreprotección de la cual fui víctima. Me gen obsesivo no dudó en manifestarse(las condiciones se desarrollaban como un caldo de cultivo idóneo) hacia el lado de las aberraciones intelectuales, de las obsesiones más cancerosas, más dañinas para mi salud. Mi vida mental era un constante ir y venir entre todo tipo de fantasías sobre mi propia muerte. Había períodos más acentuados de carácter puramente psicótico. La ansiedad era el capitán que llevaba mi destartalado barco. La ansiedad lo guiaba todo, ciertamente ahora entiendo porque todos me tachaban de loco: realmente lo estaba.(Aunque ellos no supieran lo que decían, pero nunca la ignorancia estuvo tan acercada a la realidad) Y entiendo también porque no recibí la ayuda que exigía con mis actos descontrolados: en efecto, porque no se veía desde la perspectiva adecuada mi carácter degenerado.
Pero como es la vida, queridos amig@s, cuan hermosas las vicisitudes que nos depara. Que oscuras son las cavernas, pero que transparentes las cimas. Que bonito se ve todo desde las alturas. Pero, ¿Quién conoce la seguridad de esas altas rocas? En cualquier momento, pueden venirse abajo, y caer uno de su celestial morada. Pero ésto es cada vez menos doloroso cuando uno conoce bien el subsuelo, cuando su piel se ha ido haciendo escama a base del roce con las paredes subterráneas. Lo hermoso de haber vivido durante muchos años en las oquedades del submundo, esque uno, a fuerza de golpes contra una y otra pared, se ha compuesto un mapa, un boceto de como es, a grandes rasgos, el infierno mental. Y he de ser consecuente con todos aquellos que viven en el hades de sus mentes y que no hayan la salida. Y he de decir que, en honor a la verdad, que hay infiernos mucho más profundos e insondables, algunos de los cuales asustarían al mismo demonio. Yo, ahora que estoy fuera, he de rendirles homenaje. Aquel día en el psiquiátrico aprendí muchas cosas. Conocí diversos grados de lo que han dado a llamar, en absurdo convenio, locura. Como definir con una palabra, tan inadecuada además, la brillantez, la genialidad de tan profundas gentes. ¿Qué culpa tienen ellos de no controlar la potencia de sus cerebros? Y es que no es una tarea fácil. Ahora entiendo porque se les llama locos: porque los cerebros inferiores tienen que defenderse de alguna forma de los que disponen de órganos más desarrollados. Y en lugar de tratar de ayudarles, de aprender con y de ellos, se reducen a llamarles locos, zumbados, subnormales... ¡Esta es nuestra sociedad, damas y caballeros, siéntense a la gran mesa , donde se sirven los mejores platos de heces que puedan imaginar en sus hediondas mentes! Si amig@s, esa es la locura: la gran genialidad. lo que ocurre es que, a más potencial, mayor es la dificultad a la hora de ejercer su control. Es como un caballo pura sangre, desbocado, indómito, salvaje, enorme, bello, esbelto, del color del azabache, erguido, orgulloso... Este caballo está destinado a ser eternamente libre. Si se intenta domesticar, se volverá realmente loco.
Mando desde aquí un saludo a todos aquellos que andan perdidos en el interior de sus mentes, a todos aquellos que no ven la luz, que viven en una cueva infernal que les asfixia la vida. A todos ellos les envío un hálito de luz, una bocanada de aire fresco, desde la superficie, donde los verdes prados le suavizan el carácter a uno, donde las tropicales selvas riegan todas las yagas sangrientas de las quemaduras sufridas. Les envío una corriente de agua fresca, para que refresquen sus mentes abrasadas por el descontrol. Y sigo todo ésto, es porque lo he vivido, en distintos grados y durante un período dilatado. Si digo ésto es porque es lo que ha sido mi vida durante la mayor parte de la misma. Si digo ésto es porque he salido de la puta cueva miserable en la que he habitado durante tanto tiempo. Si digo ésto es porque ahora veo los bosques, los prados... Veo las vacas pastando, veo la caña de azúcar, veo los árboles del mango, que se yerguen, majestuosos y taimados. Veo los ríos, que fluyen en generoso, translúcido caudal. No lo dudo: me zambullo en sus aguas, con los ojos abiertos. Me corro por todas las partes de mi cuerpo. El agua, el agua... El agua. Saber disfrutar el agua es saber disfrutar la vida.
Si, vosotros, los que habitáis en las cuevas, o los que como yo, alguna vez habéis moradores del hades, os felicito herman@s, porque vosotros disfrutaréis la tierra en sumo grado. Pero no olvideis nunca la cueva, los subsuelos, vuestra estancia en las obscuras fosas. No lo dudéis: sois quien sois por ello. Las yagas son el material más didáctico que existe. Hablan por si solas, nos cuentan lo sufrido, nos hablan del infierno. Se han de leer las heridas, hemos de leer nuestro propio cuerpo, así como nuestra alma. Es éste el mejor homenaje que podemos hacerle a nuestras cicatrices, es ésta la mejor forma de curarlas, de secarlas, de integrarlas al resto de nuestra piel. Oh amadas cicatrices! Que habría sido de mi sin vosotras! Nunca podría haber amado como amo ahora, nunca podría encaminarme en la dirección sobre la cual me habéis marcado las direcciones a seguir, así como las que no he de seguir. Oh amadas! Disfruto acariciando vuestros contornos correosos, algunos más tiernos que otros, disfruto aprendiendo a recordaros con amor, con cariño, porque habéis sido parte fundamental de mi existencia, habéis sido parte de mi. Y ahora os rindo homenaje, oh amadas! Porque si ahora puedo amar como jamás nunca nadie imaginó amar, es porque vosotras me fustigásteis con vuestro látigo de puntas de acero y pinchos.
Ahora se lo que es amar, lo que es ser amado, y se que una cosa no puede existir sin la otra. El amor es complementario, requiere del amante y del amado, que recíprocamente ama a su amante, siendo ahora el amante el amado. Es decir, el amor es algo recíproco, que se da porque se recibe, y se recibe porque se da. Porque el que abraza a una persona, es abrazado, y si no, no existe amor. Porque el que mira a los ojos a su amad@, recibe la misma mirada sobre sus propios ojos.
Es una mirada que solo el amor comprende y que supone el abrazo de las almas.
Pero el amor existe en todas las formas de la naturaleza. Cuando abrazo un árbol, siento como me contesta, con una energía especial que nos conecta con todo el árbol, y si se abraza más profundamente, con la misma tierra, como si nuestros pies se extendieran en unas raíces animales que buscan su fuente de minerales y agua en el humus.
Cuando amo a mi amada, siento la mayor paz que puedo sentir. Cuando la abrazo, siento un solo cuerpo. Y si la amo no es porque espere que ella me ame a mi. Si la amo es porque el amor es un elemento que se compone con nuestras dos almas, y si su alma no estuviera con la mía, no podría amarla.

A la flor de mi jardín. A la hermosa, brillante luz de mis días.

A los que habitan los subsuelos, a los que sufren los infiernos: os encomiendo a que encontréis el amor, porque a mi me sacó de las cavernas. Amad la tierra, como ella os ama.

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