Diferencias de matiz, eso es lo que define muchas veces el destino de los eventos. Uno pude estar hurgándose dentro de sus fosas nasales, en busca de algo que sólo el mismo conoce. Ésto puede estar bien o mal, pero es ahí precisamente donde esta el centro de gravedad eventual que define los subsiguientes acontecimientos, que pinta las líneas causales. En efecto, porque si, pongamos el caso, soy yo, para nuestro ejemplo, el que se está hurgando la nariz en este preciso instante, usted, querido lector, imagino que no tendrá nada en contra, ya que es probable que usted mismo lo haya echo también en algún momento de su vida, y es más que probable que ahora tenga uno de sus dedos iniciando una incursión en una de sus dos orificios nasales. Si no es así, no seré yo el que trate de influir en su devenir vital y le recomiende los beneficios que reporta una buena 'batida', como tan bien lo define mi madre. Pero centrémonos, querido lector. El tema que hoy tratamos es de vital importancia, hasta tal punto que ahora incluso entenderá el porque. Bien, decíamos, al comenzar lo que ya empieza a pasar de ser algo entretenido a algo bastante diferente al entretenimiento, que los matices definen el devenir de los acontecimientos, por lo tanto hemos de prestarles gran importancia a sus mecanismos y estudiarlos en profundidad. Si, como le decía, recurriendo de nuevo al surtido elenco expresivo del que goza mi querida madre, yo estoy en busca de crudo, introduciendo el perforador entre las dos aletas y mi tabique nasal, ésto no debería tener nada de inhabitual, es más, es realmente una situación muy buscada por mis dedos, pero no se crean, mi nariz tampoco se queda atrás. Cuando comienzo a juguetear con mis dedos por las zonas colindantes con mi nariz, y paso a reconocer la superficie exterior de mis aletas, acariciándolas, por ejemplo, con las yemas de los dedos, es en ese momento cuando me huelo que voy a dejar de oler, al menos por uno de los dos orificios nasales, durante un tiempo que no dependerá de mi voluntad, sino del diálogo y las conclusiones que saquen en limpio, cosa que no es nada fácil, por otro lado, el dedo elegido como portavoz de mis inconfesables vicios, y aquello que quiera que sea con lo que se encuentre dentro del orificio nasal elegido. En ocasiones incluso me siento con ánimos de realizar una reunión doble, llevando a dos dedos, ya que dos piensan mejor que uno, esto huelga decirlo, que introduzco mediante sutiles y complejas maniobras cada uno en su respectiva sala de reunión. No importa la mano de la que sean, ya que mi cuerpo funciona como una meritocracia. Pero no perdamos más tiempo realizando una descripción que a más de uno ya estará comenzando a provocar nauseas, ya que no resulta muy agradable pensar en una persona introduciéndose ambos dedos en la nariz al mismo tiempo, penetrando sin contemplaciones hasta tocar fondo, para entonces comenzar a realizar una serie de maniobras circulares, a las que mi madre, si, de nuevo mi querida y creativa madre, se refiere como el tornillo de extracción y que, después del tiempo requerido, da como fruto el brote de un incesante chorro de lo que ella llama crudo, por la similitud que tiene el fluido que sale a partir de ese momento de entre mis fosas nasales, y cuya potencia de corriente es tal, que ni la presión ejercida por los extractores o dedos, aún presentes en el espacio interfosal, puede aguantar, por lo cual el crudo, que en realidad no es otra cosa que sangre, brota de un espacio hasta entonces imperceptible entre cada dedo y la circunferencia de la parte de la aleta nasal que lo abraza. Por allí comienza a brotar la sangre, recordando la imagen a esas imágenes en blanco y negro del petróleo saltando de la tierra en enorme chorro. Por lo tanto, huelga describir el devenir subsiguiente de eventos. Aunque, no siendo la intención inicial de este ensayo el provocar la total animadversión del lector hacia su querido autor, cuya intención no tengo el menor pudor en desnudar; y es que ésta no es otra que la de poder ser herramienta para el principal motivo por el cual escribe (nuestro ya admirado autor), que no es otro que su amado lector, recurso útil como por ejemplo hacer las veces de purgante después de comidas muy pesadas, o, un servidor no lo quiera, si sufre de ardores estomacales. Por lo tanto, como en lo que a la literatura se refiere, yo no soy partidario de holgar nada, y por las razones que ahora mismo acabo de referir, describiré, con pelos y señales (y lo de los pelos lo comprenderá enseguida), los eventos subsiguientes a la maniobra de extracción de los dedos de dentro de los espacios internasales. Imagíneselo, sangre brotando por todos lados, hacia fuera, hacia dentro: no hay posición que pueda detener la hemorragia. Al colocar la cabeza hacia atrás, como algunos con pretensión de saber recomiendan, lo que realmente sabe más es la sangre. Incluso uno puede llegar a ahogarse, por lo tanto, entiendo, no después de un buen trago, que esa posición no es la adecuada. Así que paso, seducido claramente por un complejo proceso interno de la más elevada dialéctica, a la inversión, recomendada por otros tantos, colocando mi cabeza inclinada en dirección al suelo. No entiendo muy bien cual es el objetivo de esta praxis, salvo que no sea el único de querer morir, de nuevo y como no podría ser de otra manera, desangrado. Describo los resultados recogidos por este proceso de tesis-antítesis. El suelo comienza a encharcarse de crudo, distintas masas viscosas y negruzcas comienzan a formar pequeños islotes (quizás de ahí se le ocurriera a mi madre lo de crudo, del color de esos coágulos sanguinolentos y vomitivos). El derrame se acentúa, mi nariz parece un grifo estropeado que va adquiriendo tonalidades violáceas cada vez más cercanas al color de una gangrena necropsada. He aquí el punto de inflexión: cojo un pequeño espejo que aún no ha sido encharcado por la sangre. Me miro en él, y lo que veo es un espectáculo que provocaría pavor al mismísimo Poe. Mi cara se haya pálida como la nieve, y cada vez más frías mis mejillas. Mis labios se tornan de un azul cadavérico. Mis orejas son ya totalmente trozos de materia orgánica muerta, su color es el negro de la carne podrida en descomposición avanzada, lo cual me indica que la pérdida de plasma sanguineo es ya un hecho (así de avanzada es la mente de un científico). Aunque parezca imposible e inhumano seguir contemplando como el rostro propio se sigue descomponiendo, yo mantengo sujeto el espejo, no sin vehemencia y valor, tratando de buscar posibles soluciones a lo que cada vez se hace más truculento, a lo que parece ya irreversible, salvo que hubiera dispuesto en aquel momento de una inyección con una vía arterial a mano, aunque quizás esto solo hubiera resuelto las cosas de un modo cortoplacista. Pero no, yo trataba de seguir buscando la forma de cortar aquella terrible hemorragia, que ya comenzaba a encharcarme las zapatillas de marca que tanto me gustaban, cosa que me dio tal rabia que agravó mi flujo hemorrágico. Mis queridas zapatillas, que pasaron de un verde esmeralda a un rojo coagulado.
Comienzo a marearme, y es cuando, entre las dificultades de mantener una posición estable, comprendo que no no debe quedarme mucha sangre en las venas, así que trato de recordar vaga a inutilmente si en el cuerpo hay algún otro lugar por el que circule la sangre que no sean las venas o las arterias. Como no consigo recordar ese lugar, comprendo, ya casi sin poder mantenerme en pie, que, o actúo rápido, o no llegaré a tiempo a la cita que tenía para comer dentro de una hora. Así que, otra vez enrabietado, ya que yo soy una persona obsesionada con la puntualidad, decido que debo cortar la hemorragia como sea, antes de que ella me corte a mi. Es inútil, mis pies no pueden sostenerme por más tiempo. Caigo sobre mis rodillas, abatido. El impacto contra el suelo encharcado, que suena como cuando se golpea una superficie de agua con la palma de las manos, provoca que la sangre brote con más fuerza. Siento como mi cuello deja de querer sostener a mi cabeza, que no puede hacer otra cosa que abatirse hasta posarse contra la parte superior de mi esternón. El impacto, de nuevo, agrava la hemorragia. Hago un último esfuerzo por llegar puntual a mi cita. Pienso, en mi fuero interno, que la puntualidad es uno de los principales atributos de la buena educación. Me enorgullezco de mis elevadas reflexiones, y me siento con fuerzas suficientes como para elevar mi mano derecha, que sostiene el espejo, para, desde la posición antes descrita, con mis rodillas y mi cabeza abatidas, mirarme y tratar de buscar una de las tantas soluciones que ofrecía aquel pequeño problema. Puede plantearse el lector, a estas alturas del relato, cual es la necesidad, en un caso así, de mirarse al espejo para tratar de resolver la situación, cuando lo más coherente sería haber taponado la herida, ejercer presión con una toalla, o algo por el estilo. Yo deberé contestarle que el hecho de utilizar el espejo no es cuestión baladí, y que obedece a unas causas, como todo buen proceso vivido y experimentado por un amante del métido científico. Pues bien, el hecho aparentemente absurdo de tomar un espejo en momento tan concreto, se entiende a la perfección cuando digo que hacía pocos días acababa yo de leer una colección divulgativa sobre las maravillas de la óptica. Evidentemente, la información aportada, así como el estilo, ameno y ligero (pero sin caer por ello en el por otro lado tan común error de muchos escritores de divulgación, que se creen que el lector es un pubescente onanista), el autor de estas líneas quedó tan impresionado cuando se dió cuenta de todas las propiedades de los vidrios, especialmente de los que están lacados en uno de sus lados, que se prometió a si mismo que jamás haría nada en la vida sin emplear la ayuda un espejo. Aparte de ésto, no descarta el autor la desarrollada vanidad que tenía en aquel momento de su vida, poco antes de introducir sus dos dedos por sendas fosas nasales.
Le encantaban las propiedades ópticas de los espejos, pero no mintamos, también le encataba al autor su bello rostro, y desde hacía tiempo, cuando no tenía los dedos en labores de extracción, los utilizaba para sostener uno o tantos espejos como su narcisismo requisiese. Por lo tanto, en el momento que estamos describiendo, no resulta a estas alturas de extrañar que el autor, en un momento tan crítico de su vida, empleara sus escasas energías en colocar, desde esa incómoda posición, recordemos, de rodillas, sobre un charco de sangre salpicado de islotes de aspecto negruzco y volcánico, con el espejo delante de sus ojos, preparado para cumplir los caminos que le marcaba su heurística. Su obsesión y pasión por la óptica, le llevaba a entender que la mejor forma de solucionar aquel problema debía contemplar el uso de un espejo. Por lo tanto, lo único que le quedaba por averiguar, antes de que la sangre dejara de llegarle hasta el cerebro, era que posición ocupaba el espejo en aquella ecuación final que se planteaba en su aturdida mente. Además, el factor de su egolatría también inclinaba su balanza decisoria hacia la solución del espejo, ya que aparte de poseer una coherencia lógica e intelectual, era un placer mirarse al espejo, aunque el rostro que ahora tuviera ante si fuera cada vez más parecido al de un cadáver, especialmente cuando éste se levanta de mala mañana. Lo consiguió. Situó el espejo de tal forma que podía ver su cabeza al completo: tales eran las alucinaciones provocadas por la pérdida de sangre. Se dió cuenta de que no llevaba el pelo arreglado en la parte trasera, donde comienza el cuello, y ésto le pareció casi más horrible que el hecho de haber estropeado sus hermosas zapatillas, incluso más que el hecho de pensar que tendría que dar excusas cuando llegara tarde a su cita. Después de su necesaria dosis de vanidad, pasó a la resolución de la situación.
Pensó para si mismo: - Bueno, dejemos las cosas elevadas de la moral por un instante, aunque sean sin lugar a dudas éstas más importantes, pues ante todo yo soy gente de bien... - Ahora debo resolver este pequeño asunto sin importancia...
Poco después de pensar ésto, no sin un convencimiento total, comenzó a sentir que perdía el equilibrio, que su cabeza comenzaba a dar vueltas. Oleadas de vanidad le secuestraron la voluntad, y todos los esfuerzos que hizo por no caer derrotado fueron para tratar de evitar caer en el charco de sangre y así no tener que sufrir el engorro de tener que llevar su traje completo a la tintorería, de la que además no le gustaba el nuevo dueño, por otro lado un tipo peculiar. Recordó la cara de ese singular tendero, nuevo vecino en el barrio, mientras caía. Vió como le señalaba, en una sucesión ralentizada, mientras movía los labios, por debajo de su asqueroso bigote. Le decía algo, todo en su privilegiada imaginación, por supuesto, pero nuestro querido autor, que caía inevitablemente y sin poder emplear los brazos, ya muertos, como resorte de amortiguación, no podía descifrar el mensaje, a pesar de todos los esfuerzos que le obligaba a hacer su excesiva curiosidad por lo que dicen los demás sobre uno, sobre todo cuando ese uno es una ilustre figura como nuestro querido autor, huelga decir gente de pro, de noble ascendencia, no como esos nuevos ricos que se autodenominaban a si mismos burguesía industrial... ¡Esnobs, eso es lo único que son!. Pero sigamos con el plano de la realidad, dejemos por un momento, y esperemos que no de forma definitiva aún, el fantástico, maravilloso, elegante, si se quiere, brillante plano intra-psíquico de nuestro sugerente, prolífico intelectualmente, en suma, genial autor.
Antes de que su cabeza golpeara en un gran estruendo contra el suelo, recordando al sonido producido por los niños que saltan sobre los charcos de barro en los días muy lluviosos, pensó para si mismo: - Jajaja, mira que hombre tan mediocre (refiriéndose al tendero de sus imaginaciones, en el momento del collapsus sum), ni siquiera tiene una imagen adecuada de si mismo... - ¿A que persona con un mínimo de sentido estético se le ocurriría no arreglarse el bigote? Seguro que lo que quieren decir esos labios asquerosos en movimiento no es nada de interés... - ¡ Vaya, por cierto, tengo que resolver este pequeño percance si no quiero llegar tarde a mi cita... Dichosa sangre que brota de mi nariz, no se corta!...
Pero fue ya demasiado tarde para tratar de hacer nada. Como cuando se despierta de una pesadilla, saltando de la cama, así despertó el a sus ensoñaciones alucinógenas provocadas por la combinación enfermiza de la pérdida total de la sangre y del narcisismo más selecto. Nuestro querido autor, al que ya no le quedaba ni una gota de sangre en las venas, ni siquiera pudo sentir el impacto de su pálida cabeza contra el suelo totalmente encharcado y semicoagulado. La imagen fue dantesca, horrible. Al fuerte y nada seco impacto de su grande y ya no tan hermosa cabeza contra ese mar de coágulos, le siguió un enorme proceso de salpicado, una gran oleada si se quiere, como un frente de onda expansiva, que en esta ocasión transportaba la sangre de nuestro querido, muerto amigo (por otro lado siempre vivo en nuestras mentes, almas y corazones).
Después de toda esta historia, cruel pero tan real como la vanidad de nuestro autor, que en paz descanse, es más que probable que mi querido lector haya olvidado los inicios de este desagradable relato, que en principio desde luego ni yo mismo pensaba que fuera a resultar en algo tan asqueroso y repugnante, bromas aparte.
Pero no concluyamos aún esta magnífica disertación, retomemos la idea inicial que quería tratar, sobre la importancia que tienen los matices en el devenir de los eventos de la vida. Es decir, como son los matices, los pequeños detalles, los que realmente definen acaban por definir la forma general, o si se quiere, lo macro. De como son los aspectos microscópicos los que definen el devenir de nuestro universo eventual. Para muestra un botón: imagínese, mi querido lector, como hubiera sido esta historia cambiando alguno de sus detalles menos significativos, como por ejemplo los dedos que se introduce nuestro querido autor por la nariz. Imagino que cada uno de los lectores habrá concebido en su representación interna dedos diferentes. Éste ya es un factor que cambia, aunque se haya seguido leyendo el mismo relato, la cantidad de sangre, por ejemplo, que cada uno habrá concebido en su recreación mental. Y éste sólo como uno de los múltiples ejemplos para que mi querido lector comprenda en un pequeño bosquejo las líneas más generales de mi tesis, sin entrar en detalles de carácter epistemológico.
Debo concluir ya, básicamente por el motivo de que tengo que entender de una vez que función tengo que darle a este espejo que tengo entre manos ahora mismo para cortar la hemorragia que, de no ser atajada pronto, me hará llegar tarde a la cita que tengo dentro de cincuenta minutos en una bar del puerto... A por cierto, mi querido lector, si no lo he compartido antes, lo digo ahora, mientras escribo estas líneas me encuentro en uno de mis viajes de negocios, en la fantástica y mágica ciudad de Shangai. Aunque debido a mis últimos apuros económicos me he visto obligado a alquilar una habitación de fondo bajo en un barrio cochambroso. Bueno, sea como fuere, te escribo mientras trato de cortarme una hemorragia que me he provocado yo mismo, mientras se gestaba una de esas ideas que llevan a los demás, a parte de por mi poblada barba, a llamarme, entre otras cosas, filósofo. Y es que la idea que me traía entre manos, hasta que pasé a la extracción de crudo nasal, era la de tratar de argumentar de forma coherente la importancia que tienen los pequeños detalles, matices que la mayoría de las veces ni percibimos o a los que sencillamente discriminamos por parecernos carentes de toda importancia. Aprovechando que sale de nuevo el tema, me gustaría dar el argumento matriz de mi tesis, sobre la importancia capital de los detalles aparentemente insignificantes en el devenir de los grandes acontecimientos, como lo puede ser por ejemplo el aparentemente sin importancia hecho de que nuestro autor llegara al final tarde a su cita, es más, incluso se dió la circunstancia de que no le encontraron hasta varios días después, cuando un desagradable olor salió cada vez con más intensidad por debajo de la puerta de la habitacion que alquilaba en un cochambroso piso de uno de los bajos fondos de Shangai, o creo que era al revés... Bueno, lo que quería decir. Que un pequeño detalle como ese, llevó a la persona que quedó con él en la cita, a pensar que nuestro querido y difunto autor la ignoró sin ningún tipo de consideración, y no dudó, al ser rechazada por la persona que consideraba su único amigo, en tirarse a las aguas del mar Amarillo sin más intención que el abandono de la vida terrena. La vida en ocasiones, es cierto que en pocas, pero a veces ocurre, mi querido lector, se presentan casualmente idónea, propicia coyunturalmente para cumplir los fines deseados. Y esta fue una de aquellas ocasiones. Entenderá rápidamente mi lector el porque. Debido a que en su pueblo natal, una pequeña aldea a las faldas del Himalaya, nadie la había enseñado las artes natatorias, ella, al verse empujada, por la falta de puntualidad de su amigo, mal interpretada por ella como una decisión voluntaria de no querer volver a verla, a tirarse al mar, no tuvo más remedio que ahogarse. A veces la vida nos depara estos momentos de júbilo. No acabo de comprender que comenzara entonces a quejarse y a realizar extraños aspavientos con todo su cuerpo. La cuestión es que, a pesar de sus quejas, una vez ya en el agua, no tuvo que esforzarse mucho, ya que, al tirarse desde una altura de veinte metros, tuvo la mala suerte de partirse la espina dorsal a la altura del cuello, saldándose tan irreverente situación para todo el pueblo Chino, por otro lado tan querido por el autor, en algo que de tan sumamente trágico resultaba hasta cómico, y hubo muchos que, a su paso por la zona del paseo marítimo donde nuestra querida Sioshi impelía sus últimos gritos de socorro en un mandarín aceptable, no dudaron en caerse al suelo, incapaces de sostenerse en pie debido a la hilaridad que les provocaba ver aquella cabeza que emergía del agua cada vez entre intervalos más separados de tiempo, y cuando emergía, se movía como si fuera uno de esos hermosos peces de colores chinos(gran pueblo el Chino, muy querido por nuestro autor), y el efecto era aún más realista porque, al tratar de coger aire con la boca, sus labios adquirían el aspecto de los morros de uno esos peces de colores del Yangtse. Lo que acababa de hacer las delicias de los paseantes, aquella bonita tarde de primavera, era el efecto que acababa por convertir la cabeza de nuestra buena amiga Sioshi, también que en paz descanse, en un pez prácticamente perfecto, ya que el tono blanco azulado que adquiría su cara entre zambullida y zambullida era cada vez lo más parecido a un pez muy conocido y querido por el gran pueblo Chino. Había algunos padres que incluso animaban a sus hijos a echarle comida a aquella cabeza con forma pez, que ya empezaba a parecer un pez globo. Llegó un momento en el que la cabeza, o lo que la mayoría empezaba a considerar como verdaramente un pez globo, se sumergió, dejando un rastro de burbujas de aire, para no volver a emerger más. Sioshi había muerto ahogada, pero ese pequeño detalle, y continuando con mi tesis, provocó, entre otras cosas, que uno de los viandantes, debido al fuerte ataque de risa que sufrió mientras veía como Sioshi moría ahogada, muriera a su vez de un infarto fulminante. Otro que a su vez vió este nuevo evento, y rápida e instintivamente lo relacionó con lo que estaba ocurriendo en las aguas, se asustó tanto que de los nervios comenzó a correr con todas sus fuerzas, sin control, en línea recta, acabando por ser atropeyado por un enorme camión de transporte de combustible que en ese momento iba, por suerte o por desgracia (quien sabe teniendo en cuenta mi teoría), vacío. El camión trató de esquivar al descontrolado corredor, pero en la maniobra sólo consiguío cambiar el atropeyo fulminante y frontal por una decapitación más que aceptable , aunque el camión, como resultado de las fuerzas de par de torsión que estaba sufriendo, y combinado con el bloqueo de las ruedas, comenzó a derrapar en direccion perpendicular a la vía, hasta que se le clavaron (en la jerga de los conductores) al asfalto y comenzó a dar vueltas de campana (en la jerga de los párrocos). Imagínese, querido lector, si seguimos la cadena causal de eventos que emanan de otros que aparentemente, pero sólo aparentemente, no tienen importancia, como la tuvo, sin duda, la muerte de nuestra querida Sioshi, al fin y al cabo una campesina analfabeta que en realidad no era querida por nadie. Solo nuestro querido autor, del cual si no he dicho su nombre, menos voy a decirlo a estas alturas, por fin, de este aborto literario... Pues bien, era nuestro ya de sobra conocido ilustre, el único que le había dado a Sioshi esperanzas de aceptación. Aunque esta no era más que una percepción, otra vez más errónea, de una mujer tan desgraciada, ya que la única intención de nuestro querido autor era darle una patada en el trasero a nuestra querida Sioshi, aunque por mi que descanse en paz, para ver el efecto que provocaba la caída de un cuerpo en el mar Amarillo. ¿Porqué nuestro autor quería llevar a cabo tal fechoría? Creo que la pregunta está mal planteada, más bien habría que preguntarse ¿Que quería comprobar realizando aquel experimento? Ya que, al fin y al cabo, Sioshi prácticamente lo estaba pidiendo a gritos, ¡ la muy descarada !. Y nuestro autor respondería que lo único que buscaba era una nueva fuente de inspiración, y que, estando, meses atrás, reflexionando en su despacho, rodeado por el humo de su querida pipa, sentado en su sofá de piel de corte fascista(si, porque era un sofá de raza superior, al menos superior a esos que venden en Ikea) … Pues bien, allí reflexionó sobre nuevas metodologías para la creación literaria. Y después de largas jornadas de meditación y varios accesos de infarto debido a su forma de fumar compulsiva, no solo de pipas, sino de todo lo que fuera susceptible de fumarse, llegó a la conclusión de que la mejor forma para poder crear su siguiente novela sería viajar a Shangai y arrojar al mar amarillo a una mujer de una patada en el trasero. Pero ya conocemos el resto de la historia, y como al final, la vanidad mató al gato... ¿O no era así? El caso es que, y exponiendo al fin mi tesis, después de varias horas de haber echo perder su tiempo al lector, así como a mi mismo, con tales divagaciones que ni siquiera son merecedoras de llamarse absurdas, aunque por otro lado sería absurdo leer esto... Pues eso, que mi tesis final es, y prepárese el lector para una enorme secuela en su mente, es decir, no siga leyendo.
De acuerdo, es usted libre de buscarme para propinarme una paliza, aunque si lo hace deberá después comprar uno de mis libros, el que usted quiera, ya que no tengo ninguno publicado. Corrijo: le dejo que me apaleé sin compasión a razón de que publique alguno de mis fantásticos relatos. Pero ya, y de una vez paso a mi tesis: - Imagínese, querido lector, que cambiamos un pequeño detalle de la historia anterior, en este caso en su comienzo. Imagínese que en lugar de introducir un dedo en el orificio nasal, introdujésemos otro objeto, como por ejemplo un destornillador. Eso era todo lo que quería decir.